Soledad Puértolas: «El fin»
por Mercedes Martín
Anagrama, 2015
Una pareja sale a pasear como siempre con su perro y no sabe que está a punto de desencadenarse una historia. Todo el misterio queda en el aire cuando la historia que daba comienzo, de repente, se disuelve y se va como ha venido: sin aviso. Como si tras los compases de una obertura que suena en el teatro, los músicos recogieran sus bártulos y desaparecieran tras el escenario. De esta forma, la pareja vuelve a casa y la mujer, todavía con la angustia del momento, de la “intuición del drama”, llama al hijo para contarle la anécdota, pero una vez que la cuenta, se queda en nada. El hijo por su parte apenas la escucha, ya que tiene su propio panorama en casa, su matrimonio probablemente se está disolviendo en el aire, pero no lo sabe todavía, tan solo lo intuye sin palabras, como un olor o como un dolor de estómago. Las historias de El fin comienzan y se desvanecen antes de llegar al nudo. Son como un pequeño remolino, unas nubes negras en el horizonte en verano: anuncian tormenta y, al final, la tormenta pasa en otra parte.
Así son nuestras vidas comunes y corrientes, las atraviesa a veces una corriente de misterio o de drama y, por un instante, estas vidas insignificantes parecen significar. ¿Cuántas veces hemos tratado de descifrar algo que está teniendo lugar ante nuestros propios ojos, algo que nos está sucediendo a nosotros? Pero la mayoría de la gente vive sin ponerlo en palabras.
El fin está compuesto por trece historias que lo son porque alguien las cuenta: Una mujer ve en el periódico la esquela de un antiguo compañero de clase que ha muerto y de repente rememora esa historia que apenas hubo entre ellos. Ya no la recordaba, tan poco significó para ella, pero ahora, desde la perspectiva del tiempo pasado que ya nunca volverá, ¿qué historia no se convierte en imprescindible? Un hombre regresa a casa un lunes de madrugada, sin prisa porque tiene todo el tiempo del mundo. De repente, en el portal encuentra a una mujer que parece haber sufrido el ataque de un desconocido. ¿No puede ser esta la ocasión de la aventura que espera su vida vacía? Pero no, no es nada, aun así, él se ofrece acompañarla a casa.
Imagine ahora usted que no sea eso. Que la intención de la autora no sea contar historias leves, como dice en una reseña que he leído: la levedad de lo inasible. La historia que pudo haber sido y no fue. Para mí que el drama decimonónico, por decirlo así, está sucediendo, ¿pero, dónde? En la casa del hijo, en el portal. Veamos: ¿Qué hizo el hijo cuando colgó el teléfono tras oír el cuento “insustancial” con que le venía su madre achacosa? Se quedó en la penumbra de su soledad escuchando los ruidos de la casa que pronto –no sabe cuándo—se quedará vacía y en silencio. ¿Y qué hacía la mujer en el portal cuando la encontró el anodino protagonista de la historia que aparentemente se nos cuenta? Dijo que le dolía el estómago y al instante estaba bien… Mentía. Se inventa –a lo que parece—una excusa barata para no revelar la verdadera historia a un desconocido. ¿Y qué clase de vida lleva la mujer que ve la esquela de un antiguo amigo, que magnifica y transforma en un antiguo amor? ¿Por qué uno magnifica, reinventa, historias pasadas en las que nunca antes nos habíamos detenido? Puede imaginarse el lector que esta mujer ahora lleva una vida bastante vacía, que su madurez es insatisfactoria. He ahí el verdadero drama. Dramas de los que nadie se ocupa –la autora tampoco. Nosotros haremos lo que nos toca: imaginarlos.