Luis Landero: «El balcón en invierno»
por Mercedes Martín
Tusquets, 2014
Todo empezó con la muerte del padre. El hijo siente por primera vez que tiene una vida por delante y, esta culpabilidad de alegrarse y sentirse libre y feliz, le acompañará hasta que sea viejo, es la que rige la escritura de la novela autobiográfica de Landero.
El padre era un hombre aterrado que vivía amargándose. Sin salir de casa, sin hacer nada, viviendo del recuerdo de los días perdidos. De tanto soñar y no hacer nada, se había ido asimilando a la silla, al sillón, a la garrota, a las sombras de la casa. Pusilánime, torturado y terrible, propagaba su miedo y su impotencia a toda la familia, tanto que, cuando muere, queda libre de miedo y es otra. Por supuesto, el padre había preparado el futuro del hijo, sería un hombre importante, pero había ido desengañándose también sobre este sueño que tampoco se cumpliría. El hijo no sería nadie, sería un pobre campesino como él y este nuevo fracaso se le quedó dentro al hijo como si fuera propio.
«Y en cuanto a las muchachas, me parecía imposible llegar a merecer a ninguna de ellas. Y no solo entonces, sino ya para siempre. En la adolescencia, en la juventud y en la madurez: en todas las edades he sabido reconocer al instante a las muchachas, a las mujeres prohibidas, inalcanzables para mí».
La novela se divide en episodios que describen más que narran un ambiente, una manera de ser y de vivir, un lugar y una época. Badajoz, Madrid, 1950, campesinos pobres que vivían tan en ninguna parte y tan sin nada que ni siquiera la guerra pasó cerca. La infancia, las historias de la abuela, las supersticiones, los dichos y sentencias. La literatura popular, la narración oral de donde bebe el estilo del poeta. De ahí sale lo mejor de Landero: sus descripciones, su tesoro de palabras antiguas, sonoras y poéticas.
El autor cree que es hora de alejarse de la literatura para indagar en su biografía, como si la vida no fuera literatura también, como si el mero hecho de contarlo no lo volviera todo una fábula y hablar de lo que ya no existe no fuera una licencia literaria. Luis Landero va contándonos su vida como quien saca viejas fotos amarillas de una lata de galletas. Este era su primo Paco, este su abuelo Luis, esta su madre… Aquí vivía toda la familia, en esta casa pobre y miserable, este era el campo, el pueblo, los animales, las estaciones, las conversaciones en torno a la lumbre. Como un mago que saca un conejo de la chistera, saca vivos los recuerdos, podemos ver a la familia en sus tareas cotidianas, sus anhelos, sus desvelos. Por un instante, el que dura la ilusión de la página leída, están ahí delante de los ojos los que ya no están, pero al final vuelven a su sueño de olvido y polvo. Qué es la vida, un frenesí, una ilusión.
En la lata no están las fotos que uno no querría enseñar, uno nunca tiene fotos comprometedoras entre los recuerdos y si hubo alguna, se ha “perdido”. Landero tampoco cuenta nada en realidad, su historia está demasiado contenida, el poeta no abre su corazón. Tengo la sensación de que hay mucho más del escritor en su ficción que en esta historia autobiográfica. Por ejemplo, hay mucho más del Landero joven y cobarde —que huye de la habitación de hospital justo antes de morir el padre— en Juegos de la edad tardía o en Absolución. A veces, es así, que solo con un disfraz se puede ser uno mismo.