Jorge Semprún: «Viviré con su nombre, morirá con el mío»
por Mercedes Martín
Tusquets Editores, Barcelona 2012
Después de dedicarse a la política, Jorge Semprún “volvió”, en cierto modo, a la literatura, a la vida. En La escritura o la vida había revelado que la política le sirvió para “olvidarse” del pasado terrible, pero que la literatura siempre había sido su deseo y que, ahora, ya estaba preparado para escribir y enfrentar un pasado que le perseguía. En el año 2001 apareció esta novela que reseño, reeditada por Tusquets en 2012, con ocasión de la muerte del autor el año pasado.
La novela, autobiográfica, abre con una cita de Roland Dubillard: “Estoy seguro de que mi muerte me recordará algo”, y es que Semprún ya había muerto, de algún modo, viendo morir a miles de presos en Buchenwald. La idea del prójimo, del semejante, se cumple de manera casi literal en esta historia. Buchenwald era un campo de “reeducación” nazi. La reeducación consistía en llevar y traer piedras de un sitio a otro hasta que el propio cuerpo y las propias ideas se aniquilaran. También de allí se extraía la mano de obra para fabricar las armas que los nazis necesitaban para luchar contra los Aliados.
Los Aliados liberaron París en el verano de 1944, pero Semprún no saldría del Campo reeducativo hasta el 11 de abril de 1945.
Había sido apresado en París por la Gestapo en otoño de 1943, cuando aún no tenía los 20 años, porque pertenecía a la resistencia antinazi —Por la biografía del autor, sabemos que lo torturaron, pero en esta ocasión Semprún no lo cuenta. En enero del 44 ingresa en el campo de concentración de Buchenwald y es reclutado allí por la resistencia comunista. Esta red lo salva de los peores trabajos —también lo salva conocer el idioma. Así, a través de esta comunidad política clandestina, Semprún no está solo: Porque en el campo, los “individuos” no sobreviven, los que están solos mueren pronto.
Por eso, la idea del “yo como otro” es tan patente aquí. Todo el tiempo, desde la cita inicial, desde el título del libro (en la traducción española) Semprún nos está advirtiendo contra la soledad del individuo, a favor de la solidaridad. Sin el otro, no somos, no existimos. Y la anécdota central del libro (un intercambio de identidad dentro del campo, para salvarse), es el ejemplo máximo de esta eterna paradoja: “yo es otro” como el verso de Rimbaud: Je est un autre —en francés, idioma que adopta nuestro autor como propio. Y es una verdadera paradoja si tenemos en cuenta que la labor encomendada a Semprún en el Campo fue seleccionar —si se puede— a los que vivirían y a los que morirían.
Y no solo a través de la solidaridad del Campo se encontraba la salvación, sino también a través de la solidaridad implícita en la literatura: la novela está plagada de versos que mantienen al protagonista unido al mundo durante su larga temporada en el infierno de Buchenwald. El mal radical que le rodea no puede ser sino obra de la libertad humana, esta enseñanza de Kant la recuerda el joven estudiante de filosofía interno en aquel no-lugar, el joven estudiante que él era y el extraño (el mismo, el otro) en el que se había convertido. Allí tuvo ocasión de contemplar la libertad humana: la gratuidad del mal y la gratuidad del bien; contemplará ambas acciones a lo largo de aquellos dos años que lo marcarán para siempre.