Murillo y Justino de Neve. El arte de la amistad
por Julia Sáez-Angulo
Museo del Prado. Madrid. Del 26 de junio al 30 de septiembre de 2012
Es bueno que un museo español tenga en cuenta de modo relevante a un mecenas, coleccionista o donante en una exposición, algo que no siempre sucede, más bien se actúa con espíritu cicatero en este campo. Justino de Neve (Sevilla, 1625 – 1685) clérigo sevillano y canónigo de la catedral hispalense, fue un hombre culto e interesado por la pintura, que llegó a reunir hasta dieciséis cuadros de Bartolomé Esteban Murillo (Sevilla, 1617 -1682) y le encargó otros para instituciones religiosas, lo que supuso un apoyo al artista y la ocasión para una amistad fructífera.
Lástima que la voracidad y el expolio napoleónicos acabaran dispersando el conjunto hispalense de los Murillo que se encontraba en la catedral, el Hospital de los Venerables y la iglesia de Santa María la Blanca y que tuvieron a Neve detrás. Hoy tan sólo queda una de las obras encargadas por Neve en Sevilla. Alguna cartela, como la de “San Pedro arrepentido” habla de “confiscación” francesa, lo que no deja de provocar cierta perplejidad en el visitante.
La Inmaculada de los Venerables, hoy joya del Museo del Prado, se presenta en su marco original, un espléndido trabajo de ebanistería, que los franceses dejaron al llevarse –en su razia- tan sólo el óleo sobre lienzo de Murillo. El marco quedó en Sevilla y verlo hoy como realce de la tela es una ocasión única. Esta obra –también conocida como la Inmaculada de Soult- fue traída a España en los años 40, junto a otras piezas como el tesoro visigótico de Guarrazar y la Dama de Eche, a cambio de dos Velázquez y un Greco de menor entidad. También se habla de “pago” la no intervención de España en la segunda Guerra Mundial. Todo ello fue fruto de una negociación de las cancillerías de ambos países. Existe una interesante bibliografía al respecto.
Con los retratos de ambos, Murillo y de Neve (los dos fuera de España y ninguno de los dos seleccionado para la portada del el catálogo, del desplegable o la carpeta informativa), se abre una muestra con diecisiete obras, cinco de ellas restauradas con inteligencia y maestría para la ocasión, como “El patricio revelando su sueño al Papa Liberio”, un precioso luneto de grandes dimensiones que atesora el Prado donde, tras la restauración, aparece la sutileza de los textiles, como el mantón amarillo transparente de un personaje femenino, antes invisible por la pátina de adherencias.
La Fundación Abengoa, que hoy ocupa la antigua sede del Hospital de Venerables de Sevilla, contribuye junto a nuestro primer museo en esta exposición de Murillo/Neve. La muestra viajará a la capital hispalense, a partir del 30 de septiembre que se clausura en Madrid.
Esta exposición que hoy alberga el Prado junto a la de Rafael constituye una ocasión única de contemplar dos genios de distinto calado. La pincelada suelta y certera de Murillo es asombrosa, lo mismo que su capacidad de crear cromatismos sutiles más allá de la iconografía que logró como artista religioso. Frente a la excelente grandilocuencia del último Rafael, Murillo es más contenido y sincero.
Miguel Zugaza, director del Museo del Prado, recordó que no es la primera vez que Murillo y Rafael se encuentran en la pinacoteca. En 1892 Madrazo habló de ambos y dijo de Rafael que era el “pintor del Evangelio”, y de Murillo, que era “el pintor de la Sagrada Leyenda”.
Oleos sobre obsidiana y una miniatura
La escala humana de esta exposición la hace especialmente grata frente a las gigantescas de otras ocasiones. El espectador se concentra e interioriza mejor las obras. En ella puede ver retratos, pinturas religiosas y devocionales, dos alegorías -Primavera y Verano- y una miniatura. Puede contemplar tres bellos cuadros sobre obsidiana como soporte (un vidrio volcánico mexicano, que no piedra) o una de las pocas miniaturas de Murillo que se conocen y que hoy pertenece al anticuario madrileño Caylus.
Murillo es uno de los cuatro grandes nombres de la pintura clásica española junto a Velázquez, Zurbarán y Ribera. Contemplarlo en este discurso particular ideado por el comisario Grabriele Finaldi sólo merece aplausos para él y sus colaboradores.