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El realismo íntimo de Isabel Quintanilla

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Antoni Tapies, la práctica del arte

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Se ha presentado a los medios esta magna exposición con motivo del centenario del nacimiento de Antoni Tàpies (1923-1012). La Fundación Antoni Tàpies la organiza en colaboración con la Comunidad de Madrid. Más»

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Sofía Comas, música medieval con ritmos electrónicos, conceptos existenciales, pizza y tarot

por Xavier Valiño

A menudo se habla de la música como catarsis o elemento curativo, como un cataplasma emocional. En el caso de Sofía Comas, tal circunstancia no es solo una posibilidad teórica, sino una certeza categórica. Una realidad constatada. A esta cantautora electrónica –a falta de mejor definición– afincada en Madrid la descubrimos hace un par de temporadas con un álbum de belleza dolorosa y sinceridad conmovedora, El verano será eterno, con el que intentaba aliviarse la pena tras la muerte de su padre. El refrendo de su talento y talante, ese teórico difícil -segundo- álbum, llega bajo el título de A un pájaro rojo y también encierra un profundo viaje interior. El que recorre el largo trecho desde el alma herida y el desasosiego más profundo hasta un alivio que solo ha sido posible a través de estas ocho canciones sanadoras. Ocho oraciones paganas, si se quiere, para recuperar la fe en cada nuevo día.Comas, de 37 años cumplidos este verano, nacida en Montreal (Canadá) por azares familiares y afincada durante sus años mozos en Logroño, había acariciado la idea de un disco dedicado a Madrid, esa ciudad frenética, hostil y fascinante que la acoge a ella y a Antoine, el gato que le regaló el escritor Andrés Barba. Pero esa pretensión, tras muchas lecturas, esfuerzos y folios encestados en la papelera, no acababa de cuajar. Componer un relato costumbrista e histórico parecía un buen proceso de descompresión tras una herida de la hondura de El verano será eterno, pero en esas sobrevino la pandemia y volvió a trastocarlo todo. “Viví 2020 como si se tratase de un año irreal”, recapitula Comas, “y de pronto me vi inmersa en un 2021 sencillamente atroz, de desesperanzas, desamores y abismos existenciales”.

No llegó a padecer el chillido sordo de una depresión, pero sí la “neblina grande” de la tristeza, de las preguntas que se le acumulaban en el alma sin una respuesta satisfactoria. Como con la tormenta Filomena, esta artista lúcida, profunda y ultrasensible sintió el efecto de la devastación interior; descubrió que muchas mañanas su objetivo vital no podía llegar mucho más lejos que “levantarse de la cama y respirar”. Hasta que comprendió, inmersa en tantos pensamientos tenebrosos, que necesitaba con urgencia un revulsivo. Renacer de las cenizas. Y nada mejor para ello, nuevamente, que la música.

Hubo un día cero para esta nueva era, un instante preciso en el que el cerebro de Sofía Comas hizo clic y emprendió el camino del resurgimiento. Fue la tarde en que, lejos de intentar una enésima canción fallida más sobre Madrid y sus circunstancias, dejó que el instinto le guiara el lápiz y comenzaron a brotar los primeros versos de “Nunca, nunca”: “Huyamos hacia atrás o hacia adelante / evitemos este instante…”, apremiaba esa llamada a la acción frente al inmovilismo, ese pellizco revitalizador en forma de verso, estribillo y estrofa. A partir de ese momento, Sofía supo que su bloc de notas atesoraría la mejor medicina posible para su mente, ese fármaco que llevaba meses buscando en vano.

El disco que comenzó a cuajar, aún muy tímidamente, en aquel instante lúcido y mágico ha terminado convirtiéndose en estos 31 minutos de música que ahora conocemos. Son, en definición de su autora, “un puñado de plegarias para salir adelante”. Comas se abrió en cuerpo y alma, “como si de una invocación se tratase”, al objetivo de “agradecer y olvidar”. A felicitarse por la belleza consustancial a la vida (“¿cuántas veces nos alegramos de lo bello que es el cielo?”), a superar los escollos, a eludir ese “proceso de robotización” al que parece que nos ha abocado esta desquiciada vida moderna. “De repente”, recapacita, “tuve claro que debía afrontar un disco que representara un canto de amor y de esperanza”.

¿Hay algo de arrebato místico en A un pájaro rojo? ¿Pretendía acaso su firmante erigirse en una gurú de la sanación? Sin duda no, al menos desde una perspectiva académica o pautada. Pero Comas tampoco quería eludir “la dimensión trascendental, de una manera u otra” que nos atañe como seres humanos. “La mía es una experiencia personal curiosa”, se sonríe. “Me eduqué en un colegio católico, por circunstancias de la vida, pero nunca llegué a asumir la doctrina. Mi imaginación me llevaba, ya de niña, a considerar a Jesucristo un amigo invisible al que le daba zanahoria porque era buena para la vista”. Y, a modo de resumen, concluye, jocosa: “Soy espiritual, sí, pero no adepta. No se me da bien eso de formar parte de ningún club…”.

Como siempre que se embarca en una nueva aventura, en este caso la del revulsivo existencial, nuestra protagonista se procuró una buena colección de lecturas para “entrar en calor” y avivar esa efervescencia creativa. Entre ella y su psicólogo esbozaron una biografía inspiradora que abarca desde el filósofo y psicoanalista Carl Jung al sabio bonaerense Jorge Luis Borges, distintas escuelas antropológicas, la poeta y curandera mexicana María Sabina… o las cartas del tarot. “Sí, muchas de estas canciones han nacido a partir de largas sesiones locas de tarot y pizza”, vuelve a reír Comas, consciente de que su arte ha de ser siempre pop, por más ínfulas conceptuales que lo alienten y revistan. “Esas referencias intelectuales existen, pero siempre desde una perspectiva de juego, no de pedantería insoportable. Porque, en último extremo”, matiza, “el disco acaba apelando a emociones muy universales. Y la música es una expresión muy primitiva y visceral, que te conecta con las energías de la tierra igual que el Om del budismo”.

Toda esa apelación a lo ancestral, a la idea griega del destino y la suerte frente al frío raciocinio del homínido moderno, sobrevuela los contenidos de este álbum en el que, como bien se ve, cada oyente elegirá si afronta lecturas más superficiales o complejas. Es una ambivalencia que se refleja incluso en su dimensión específicamente musical, puesto que conjuga la fascinación por la electrónica (e incluso ciertos ingredientes de cultura urbana) con un regusto melódico que parece más propio de generaciones anteriores a la milenial..

“Quise escoger a Mumbai Moon, un productor indio familiarizado con el beatmaking y los sampleos, para modernizar el sonido y sacarme de mi hábitat”, relata Sofía. “Yo tuve un componente urbano en mi adolescencia. Era una chavala que acudía a los rimaderos, me estrené como espectadora de conciertos con La Excepción y Mucho Muchacho y bailaba reguetón y r&b con mis amigas en las discotecas de dominicanos”. Pero ese ingrediente callejero había que conjugarlo con otras influencias y debilidades muy distintas. “Alguien me dijo que yo era muy medieval componiendo melodías”, revela, “y, superada la sorpresa inicial, comprendí que podía llevar razón. He escuchado este tiempo hasta la saciedad las Cantigas de Santa María, de Alfonso X El Sabio. Y lo diré bien claro: ¡el medievo es puro pop! La música se volvería mucho más compleja a partir del renacimiento, pero los hombres y mujeres medievales crecieron con unas melodías maravillosas…”.

¿Música medieval con ritmos electrónicos? ¿Conceptos existenciales, pizza y tarot? ¿Dolores profundos y arrebatos eufóricos? Sí, todo ello no solo es compatible, sino que ha acabado confluyendo en el proceso creativo de A un pájaro rojo, un álbum que parte de reflexiones profundas para acabar enarbolando un discurso eminentemente hedonista. La vida misma es así: compleja, paradójica. Hermosa y terrible. Y Sofía Comas tiene claro que sus contradicciones y su personalidad voluble y poliédrica acaban plasmándose en la escritura. “En último extremo”, concluye, “me gusta lo emocional. Por eso mi artista favorito de todos los tiempos es Chaplin. Da pie a múltiples interpretaciones, pero lo puedes disfrutar y sentir desde que eres un niño”.