José Manuel Lucía Megías: “Aquí y ahora”
por Ana Isabel Ballesteros
(Huerga y Fierro editores, 2020. 62 págs.)
Finalista del premio Estandarte de Poesía 2020, Lucía Megías construye este poemario partiendo de una identificación con el yo poético y de una temporalidad que exigía su espacio de reflexión: la muerte del padre con la misma edad con la que este poeta, de larga trayectoria creativa e investigadora, acometió la tarea de escarbar en su memoria, como forma de homenaje, y para que el padre fuera “resucitando en estos versos” (pág. 10), para comenzar a vivir en la tinta de la escritura (pág. 11). Se apoya, igualmente, en la fecha que hizo coincidir la agonía final del cabeza de familia y el golpe de Estado de Tejero.Libro de madurez, el yo poético procura afrontar, bien asido a su edad y su fuerza, la rememoración de cuanto a su alrededor se temió en otro tiempo demasiado duro para un niño, porque “nada nos pertenece si nada somos capaces de recordar. / Nada somos si le damos la espalda al pasado” (pág. 31), perfectamente consciente de que los recuerdos identifican al ser humano. Y para ese trabajo, el yo poético se sirve, uno por uno, de cauces consabidos (sensaciones recordadas, escenas repetidas, sueños, fotografías…). Esos cauces y sus resultados estructuran de fondo, más que de forma, el Aquí y ahora, en una suerte de serpenteo que va de uno a otro, para seguir profundizando con cada conclusión, como en la analogía de los solitarios jugados con los naipes en el poema 17, “Poco a poco, las piezas iban tomando conciencia de su orden” (pág. 40), aunque comparezca continuamente, de un modo u otro, el escepticismo ante sus pretensiones: “Nos empeñamos en reducir a imágenes y cifras nuestras vidas” (pág. 45).
El yo poético se sumerge en su objetivo a solas. No parecen sino meras coincidencias los versos en que se vislumbra cierta semejanza con otros poetas de la melancolía, como Garcilaso y Salinas en los versos “a ti debidos” (pág. 58), Antonio Machado en “las fotografías / que se vuelven amarillas en los álbumes” (pág. 58), Juan Ramón Jiménez “Y yo me iré / y se quedarán los pájaros cantando”, que en Aquí y ahora es “Algún día te irás y yo no estaré aquí” (pág. 61), o incluso los renglones torcidos (pág. 59) de Luca de Tena. Igualmente, el poeta renuncia a formas consabidas, a rimas meditadas, a ritmos externos. Prefiere acomodarse a la recurrencia de imágenes plásticas, como el pasillo de la casa (págs. 13, 15, 39, 41, 50, 54, 55, 56), la mesa camilla (págs. 40, 43, 51, 56), los espejos (pág. 13, 20, 23, 29, 44, 45, 48, 55), las esquinas (págs. 9, 30, 37, 43, 51, 52), imágenes que a veces convierte en metáforas (“llenar de bisturíes certeros las conversaciones”, pág. 52, “la luz de la razón sigue matando estrellas”, pág. 50), y otras en personificaciones, metonimias o desplazamientos calificativos, condensados en el mismo verso: “los trajes verdes / de las órdenes impuestas por los himnos y las banderas” (pág. 43) “los gramos indecentes de las comidas a deshoras / que se han instalado hace tiempo en nuestras básculas” (pág. 48); “Nunca la máquina de coser más frenética y ansiosa / para llegar a fin de mes, para llenar de promesas la nevera”, “Nunca mi madre envejeció más reproches” (pág. 54). Pese a desechar a priori la eficacia de la memoria involuntaria proustiana (pág. 38), el yo poético convoca las sensaciones albergadas, el frío, la nieve, la colonia del padre… Unas mismas imágenes acuden siempre, y a solas con ellas el poeta procura reconstruir lo que parece perdido sin remisión. También recurre a las fotografías y recrea momentos que hubieron de suceder de modo similar “¿acaso no me invento en las conversaciones que nunca compartimos, / en los abrazos que tuviste que darme los domingos / aunque solo recuerde tu espalda, tu espalda siempre lejos? (pág. 20); emplaza imágenes gráficas de gran poder significativo “¿acaso no soy yo también un mapa mudo / en que voy llenando de ficciones sus países” (pág. 20), con la esperanza de que arrastren tras de sí algún elemento rescatable… quizás porque los años le han indicado ciertas posibilidades: “Te fuiste demasiado pronto para darme ningún consejo. / Te fuiste antes de enseñarme que se llora sin lágrimas / y que los recuerdos pueden ser puñales ensangrentados / que abren heridas al torcer sin querer una esquina” (pág. 43).
Desde el primer poema, con frecuencia el yo poético se hunde en lo inasible de las vivencias olvidadas. La memoria se refleja en un papel en blanco que no quiere nutrir, y la voluntariedad del poeta lucha por aferrar alguna de las tenues reminiscencias que se escapan por las rendijas de los sueños, aunque sabiendo bien que será tarea de la imaginación su apuesta por cumplir la meta: “un volver a recordar lo que nunca hemos vivido” (pág. 11). Sin nadie a quien recurrir ya para confrontar el trabajo imaginativo de reconstrucción con la realidad del padre, “para contrastar tus recuerdos con mis imaginaciones / sus leyendas con el sello indeleble de las fotografías” (pág. 42), evoca los pocos elementos sabidos de la trayectoria biográfica, presenta retazos de las consecuencias familiares de una muerte temprana, intenta adivinar cuanto esa muerte impidió llevar a término. Pero todos los esfuerzos devuelven la convicción de los borrados verificados por una capacidad adaptativa de rendimiento notable, que logró envolver el nublado del dolor para hacerlo soportable, en línea paralela con la actitud de la madre viuda, que enterró el nombre del cadáver como su cuerpo “Nadie volvió a pronunciar delante de mi tu nombre” (pág. 21).
No obstante, el yo poético alcanza la convicción de que el padre está también dentro de sí. Del mismo modo que puede reconocer en la evolución de su propia fisonomía “la arquitectura inevitable de la genética que compartimos” (pág. 48), sabe que la vida con su padre se encuentra escondida en él, viviendo en él “Te conozco porque eres yo, este yo que ahora se ha vuelto tú” (pág. 38), y los gestos, los síntomas del mismo vicio por el tabaco que acortó la biografía del padre son los que le hacen sentir vivo. De este modo, un poemario sobre el olvido se convierte, al final, en un poemario sobre la presencia y la vida de lo aparentemente perdido por los años.