Philippe Lancon: «El colgajo»
por Mercedes Martín
(Anagrama, 2019)
Me figuraba que El colgajo sería una descripción del atentado desde dentro, el atentado terrorista contra la sede de Charlie Hebdo en 2015. Una narración en primera persona de los acontecimientos previos y la larga recuperación posterior. Me equivocaba.Es como si Philippe Lancon hubiera conseguido trascender el suceso a pesar de que fue protagonista: una de las personas a la que los terroristas dejaron vivo, pero con el rostro partido en dos.
Así es, el atentado permanece en una esquina de la novela, no en el centro. El objetivo de Lancon es otro: “olvidar lo menos posible se convierte en esencial cuando uno se torna de repente extraño a lo que ha vivido”.
A partir de ahí, el narrador hace el esfuerzo de rememorar como quien quiere juntar las piezas de una vida destrozada y volver a ponerla en marcha, a hacerla real.
La larga convalecencia y la treintena de operaciones para recuperar su cara le llevan a la introspección. El conocimiento de sí y la imposibilidad de reconocerse van unidos. Está literalmente destrozado. Lo han partido en dos. En el hospital, espera no ya la vida que tuvo (esa la da por perdida) sino una vida nueva. Que también es incierta.
Se cura el alma leyendo a Kafka, a Proust, a Mann, escuchando a Bach. Sus amigos y familiares le traen lo que necesita. Le acompañan. Los curiosos y preocupados ciudadanos franceses le envían cartas, quieren saber cómo está y comunicarle lo indignados que están con lo que ha sucedido, todos son Charlie Hebdo. Pero él pasa las noches huyendo de las pesadillas y los días contemplando el puzzle sin resolver de su nuevo yo. No puede simplemente enfadarse, indignarse o llorar. No tiene boca y le cuesta respirar. “Soy todo ojos”, dice de sí mismo. Podría decirse que ahora su mirada lo ocupa todo y su nueva realidad le ha otorgado el don de ver más allá, de ver significado en cada cosa. Es el don de la poesía. La poesía, delicada y etérea, envuelve las cosas desde que se ha quedado mudo, escribiéndosele dentro hasta que pueda volcarla en el papel.
En el hospital se siente un astronauta a la espera de volver a la Tierra. Convive con extraños que le cortan y suturan: auxiliares, enfermeras y médicos. Convive con la más absoluta dependencia y vulnerabilidad. Usa una pizarrita para comunicarse, de suerte que lo que diría con cien palabras, lo dice con dos o tres, pero el silencio le otorga cierta cualidad de sabio. Las palabras que no dice le anidan dentro, echan raíces, crecen hacia la luz que se filtra por sus heridas, maduran. Y son las que, al final, pondrá en este libro.