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Arthur Miller: «El precio»

por Ana Isabel Ballesteros

(Pavón-Teatro Kamikaze. Madrid. Hasta el 6 de enero de 2019)

El teatro de Arthur Miller puede fácilmente relacionarse con dos grandes dramaturgos nacidos en el siglo XIX y que influyeron decisivamente en muchos del siglo XX, a saber, Ibsen y Chejov. De ambos, Miller adquirió la destreza para presentar en escena símbolos que al mismo tiempo funcionaran como elementos realistas, cotidianos, en la trama dramática y en el mundo supuesto que operara de referente. En el caso de esta obra, el símbolo se sitúa en torno precisamente a su título, “El precio”, de la misma manera que ocurría con el pato en El pato salvaje de Ibsen o con la gaviota de la famosa obra de Chejov. El motor dramático en El precio lo supone la venta de los muebles de la casa familiar y la distribución entre dos hermanos de la liquidación conseguida una vez fallecido el padre, pero el tema de la obra gira en torno al precio que estuvieron en su día dispuestos a pagar ambos hermanos en beneficio de los suyos y el precio que de hecho han pagado para estar donde están.

Al mismo tiempo, también de Ibsen, Arthur Miller aprovechaba la incardinación de los conflictos que presentaba en la escena en situaciones contemporáneas de sus espectadores e incluso de su propia biografía, y lo hacía con la suficiente habilidad para que, como Ibsen, pudieran tomarse como ejemplos de contenidos propios de los seres humanos y las sociedades humanas de cualquier tiempo. No le resultaba difícil, por cuanto sus pasos vitales corrieron hasta cierto punto paralelos a los de la mayor parte de los norteamericanos de su edad. De ahí que cuando las vidas de sus personajes se ven marcadas por la gran depresión de 1929 o las guerras, todo un grupo humano se reconocía e identificaba en esas marcas. Y lo mismo cabe decir de los mitos y emblemas americanos, el cumplimiento del “sueño americano”, la importancia concedida al dinero o el espíritu competitivo.

Si se quiere conocer la autenticidad, la sinceridad de los personajes de esta obra, es importante leer las notas que Arthur Miller dejó escritas sobre ellos, porque el trazado resulta tan realista que, como en la vida, no es fácil discernir, por ejemplo, hasta qué punto las dotes de captación de Walter, su hábil manejo de la retórica y la seguridad en sí mismo le permiten tejer en el encuentro con su hermano una historia de la familia distinta de la vivida. Y eso ocurre porque en el espectador funciona, como es lógico, un fenómeno psicológico llamado “efecto de primacía”, de manera que, al ser Víctor el primero de los hermanos que aparece ante el espectador y al ofrecérsele como persona sincera y honrada, cree su perspectiva de la historia familiar y luego le cuesta aceptar sin reservas la visión que ofrece Walter. Se trata de un efecto buscado por Arthur Miller, y por eso se vio obligado a escribir unas indicaciones destinadas a los montajes de la obra, para que el director y los actores no entendieran que Walter pretende manipular a su hermano, sino que debía partirse de la base de que las visiones de los dos hermanos son complementarias y, es más, que la de Walter resulta más sabia, por disponer de más datos, que la de Víctor. Arthur Miller no pretende condenar a ninguno de los personajes, sino, sencillamente, mostrar sobre la escena, contrapuestas, sus presupuestos vitales, sus decisiones y las consecuencias obtenidas, de modo muy similar a como lo había hecho cincuenta años antes Chejov. Walter no es un simple egoísta que abandonara a su familia para seguir su carrera universitaria y luego satisfacer sus aspiraciones profesionales y vitales sin cargas ni ataduras, Walter es una persona que sabe defenderse de los egoísmos de los otros, de sus chantajes emocionales; es alguien que no acepta convertirse en víctima y lo demuestra, también durante su actuación en la escena, en sus hábiles negociaciones con el anticuario.

Su hermano Víctor, por el contrario, ha sido un hombre esforzado que, dejando a un lado sus propias aspiraciones, ha sacrificado mucho por atender a su padre como él pensaba que debía hacerlo pero, con él mismo, ha sacrificado también las aspiraciones de su mujer, entre ellas la de ser madre de más de un hijo. La misma generosidad para con su padre, vista en el conjunto de su vida, se transforma en cicatería con la familia por él creada y el espectador ve, en su relación con el anticuario, la misma cortedad que respecto a su padre para impedir que los otros se aprovechen de él. Y el mayor problema que resulta es el rencor acumulado contra Walter, cuya ayuda se resiste a aceptar al cabo de los años. El espectador entiende que aceptarla supondría olvidar y perdonar haberle dejado con todo el peso de una familia arruinada, un peso que le impidió cumplir sus objetivos intelectuales y profesionales, supondría aceptar que la ayuda actual compensa todo lo sufrido a lo largo de los años, y él entiende, aunque no lo diga, que es imposible compensar el tiempo con dinero.

El escenario de Enric Planas ha fundido la reconstrucción realista con la elección de algunos muebles de calidad y el amontonamiento de sillas que parecen apuntar simbólicamente al cúmulo de experiencias, recuerdos, años y emociones de los personajes.

Sabido es que los montajes teatrales requieren cortes y modificaciones del texto, más aún cuando se trata de una traducción. Algunos se convierten en imprescindibles, para que el espectador entre en el juego dramático sin rechazarlo por juzgar chocante una situación. En este sentido, resultan negativas las referencias en este montaje a los dieciséis años que llevan los muebles en aquella buhardilla antes de que Víctor se decida a venderlos, cuando su situación económica parece tan precaria que roza la pobreza. ¿Cómo desaprovecha durante tantos años no ya los muebles, sino esa amplia buhardilla que compartió con su padre, cuando malvive en un estrecho apartamento con su mujer y su hijo? La situación solo se comprende hoy como una liquidación necesaria tras el fallecimiento del padre, que propiciara también la reaparición de Walter.

Importan mucho los actores en un montaje de esta obra, porque de su credibilidad depende lo que capte y juzgue el espectador. La altura y buena presencia de Tristan Ulloa en su papel de Víctor, reforzada tal vez por el corte del uniforme de policía de Antonio Belart y Rafael Solís, facilitan crear en el espectador la imagen de un hombre más atractivo que su hermano, el triunfador Walter, lo cual, unido a sus buenas dotes intelectuales, reconocidas por él mismo y por Walter, le convierten en “superior”. Pero no le han conducido, sin embargo, al éxito profesional, igual que les ocurre a muchos personajes de Chejov. Y en este punto se observa el buen trazado psicológico del personaje en sus relaciones con los demás: quizás el no tener que demostrarse a sí mismo su valía fuera en parte lo que le empujara a sacrificarse por su padre, a demostrar su valía como hijo, como humano, y a postergar una carrera investigadora que acabó resultando imposible. Al cabo del tiempo, ese sacrificio le genera una gran frustración, de la que culpa a su hermano también, pero el espectador aprecia que familiarmente no es el perdedor, pues su hijo promete y su mujer le quiere pese a sus propios sentimientos de frustración.

Gonzalo Castro ofrece la imagen, incluso físicamente, de alguien que puede haber triunfado profesionalmente, pero cuya vida personal se ha resentido, quizás como consecuencia de haber proyectado en ella los mismos principios que contribuyeron a desarrollar su carrera y a distanciarse de su familia de origen. Walter, a través de Castro, refleja la vida de un talento medio que por comparación con su hermano siempre ha sabido que debía esforzarse más para conseguir sus objetivos, y quizás por eso decidió centrarse en ellos. Pero, también, por los recovecos se nota una cierta envidia antigua –ya superada por los años y los resultados- hacia la superioridad de su hermano, envidia traducida en mezquindad para ayudarle con su propio dinero cuando Víctor había de pagar sus estudios en la Universidad, aunque mayor mezquindad hubiera en su propio padre, que disponía de recursos suficientes para la carrera de Víctor y sin embargo le ocultó a su hijo esta realidad.

Elisabet Gelabert llena la escena con las modulaciones de su voz y su presencia. El papel secundario que ocupa en el cuerpo de la obra, como el puesto mediocre en que la vida la ha arrinconado, no consiguen ocultar la personalidad portentosa que podría haberse desarrollado en otras condiciones hasta incluso sobreponerse a los dos hombres protagonistas, de modo que su paso por el escenario recalca lo transmitido a través del personaje de Víctor: los logros vitales no guardan proporción directa con las aptitudes de partida. Pero esa es solo una de las facetas del personaje resaltada por la actriz, porque en ella también se observa la vulnerabilidad del personaje a los patrones de éxito de la sociedad norteamericana y por lo tanto su cierta admiración hacia Walter, su mayor prontitud para admitir las explicaciones de este, incluso como necesidad propia que facilite el acercamiento fraternal y la mejora de su situación económica. No obstante, no se obceca y discierne la valía de su marido en todos los planos, como demuestra con sus gestos y su actitud al final, que va más allá de la resignación aun teniendo mucho de pérdida de fuerzas.

Plausible resulta el trabajo de Eduardo Blanco, si bien puede cansar a veces, como parece ocurrirle al personaje de Víctor, el mayor tiempo escénico que exige el despliegue de recursos para simular una ancianidad casi centenaria. El método de Stanislavski puede nublar el simbolismo creado por los muebles, “viejos” para él, cuyo valor desprecia, como viejas y depreciadas, por desuso, son las aptitudes de Víctor. Y ese insignificante valor monetario dado por el tasador es el que Víctor acepta, frente al valor que su mujer estima y frente al que Walter piensa que puede obtenerse. Así se establece el paralelismo entre la vida de los muebles y la de Víctor.

La riqueza de planos, de sentidos, de recuerdos y emociones, actitudes y relaciones personales, difíciles de ostentar en dos horas de representación, quedan, sin embargo, bien apuntaladas o insinuadas gracias a la dirección de Silvia Munt, que demuestra saber engranar bien elementos muy dispares y sobreponerse a interpretaciones simplistas.

 

FICHA TÉCNICA

Autor: Arthur Miller

Título: El precio

Traducción: Cristina Genebat

Dirección: Silvia Munt

Reparto: Tristán Ulloa, Gonzalo de Castro, Eduardo Blanco, Elisabet Gelabert

Ayudante de dirección: Gerard Iravedra

Escenografía: Enric Planas

Iluminación: Kiko Planas