Pilar Blanco. La luz herida , Sevilla, Algaida, 2004.
VII Premio de poesía "Alegría".
Intimidad Barroca
por Ángel Luis Luján
Pilar Blanco nos tiene acostumbrados a una poesía de la intimidad, casi susurrada, pero de una
intensidad extraordinaria. Aunque siempre se ha evidenciado en sus poemas una actitud existencialista, ésta
creo que se ha intensificado a partir del libro inmediatamente anterior a éste, Mar de silencio ,
que constituía, por decirlo pronto, una glosa a las coplas de Jorge Manrique por la muerte de
su padre.
Existencialismo y subjetivismo son las notas que marcan el presente libro, donde alcanza una
gran importancia la pregunta sobre la identidad y la indagación sobre cómo ésta
se articula en ese espacio frágil de la memoria, lo vivido y la escritura, según
encontramos al inicio mismo del libro: " Tan sólo soy la memoria que tengo,
/ cuento entre mil historias esta historia / a la que me acomodo y hago mía, / desde la
que soy yo, que cuento historias" (21).
También hay que señalar lo que la poesía de Pilar Blanco ha ganado en complejidad,
apenas aparente en la sencillez y tono reposado de la superficie. Es una complejidad que quizá escapa
a una lectura primera, pues se trata de alcanzar la esencialidad en lo entramado y desconcertante.
En este camino la autora se acerca a veces a un tono quevedesco de gran fuerza expresiva,
no muy presente hasta ahora en su poesía: "sucesivos instantes / abiertos al
no ser"
(23) y "Alma
fósil,
advierte / tu propia sed de nada" (23). Es barroco también este libro porque,
sobre todo en sus dos primeras partes, se instala en el desencanto: "Pero ya no hay
escape que no cueste vivir / para siempre en la herida" (75) y "Ya todo es
tiempo y tarde"
(60).
Ese mundo íntimamente
barroco tiene su reflejo en las contorsiones a que se somete el lenguaje, pero de una manera
suavizada, casi sin que el lector lo llegue a apreciar: "Creemos / que lo fugaz es
siempre y el presente contraste / y caen hojas-gacela" (55). Precisamente el poema
del que se extrae la cita acaba con una contundente nota de desengaño: "a su
pesar, los astros envejecen". No faltan tampoco las correspondencias y metáforas
continuadas y complejas: "Cuando
se cierra un libro cierra el mar / en cuya sal hace de tinta estrellas" (36).
Esta preñez
de la palabra, que se sitúa como digo
entre un conceptismo barroco y un simbolismo de correspondencias suavizados por la tersura
del lenguaje, se ve claramente en el poema "Sobre un verso de Horacio" (58)
en que el final: "No
cesa su aventura, / su lengua nos conforma" está cargado de múltiples
sentidos: la lengua del río que miramos, pero
también la lengua de los versos que hablan de ríos; y nos conforman en dos sentidos:
nos dan forma, y a la vez hacen que nos conformemos, que nos quedemos complacidos en la mirada
y nos resignemos.
No faltan en el libro, como era de esperar, los ecos de un barroco contemporáneo,
más
esencialista, como el de Valente y Gamoneda, cuyas personalidades creadoras quedan perfectamente
fundidas en estos versos del inicio de "Lo que queda" (73): "Cruzo
con pies descalzos el desierto sin ojos. / La arena de las pérdidas me quema los talones",
sin olvidar que un poema lleva por título "El
fulgor".
El libro se divide en tres partes bien diferenciada en su continuidad. Las dos primeras, "Luz velada" y "Entreluces",
señalan desde el título mismo su carácter, más que elegiaco (a lo que
parece apuntar la cita de Sánchez Rosillo que encabeza la parte primera), de indefinición,
ese espacio en que es difícil apreciar los contornos y los límites, donde memoria
y olvido están íntimamente unidos. De hecho queda ambiguo en el primer poema si la "luz
velada" a la que se alude es la de la memoria o la del olvido. La presencia constante de la nada
asedia estas palabras que se sitúan como indefensas y precarias ante la gran aniquilación.
Son palabras que tiemblan y que transmiten su temblor. La imagen del naufragio y de la desasistencia
se repiten en ellas.
De manera muy coherente, la última parte, que lleva el título "Dintel
de luz", acoge el tema del mar en sus primeros poemas, como una materialización del deseo
de revelarse contra las luces apagadas de las partes anteriores. Se respira aquí algo más
de ira y de insatisfacción, en la forma del desafío: el que supone la creación
y la esperanza.
El continuo viaje del "yo" al "nosotros" hace del libro un discurso poético que intenta implicar
al lector, y desde luego no lo deja indiferente. También asistimos a un continuo vaivén
entre lo corpóreo y lo inmaterial, una cuestión de "memoria y piel". En
el centro de esta poesía hay un ser encarnado que accede a ese otro mundo de significados
zozobrantes, pero intensos vivencialmente, siempre a través de su propia materialidad. La
memoria en que dice instalarse el "yo" en el primer poema no es una memoria exclusivamente personal,
sino que es la memoria colectiva y simbólica de la especie, de la temporalidad del ser humano,
una memoria interior y compartida, que no niega la fuerte subjetividad que tiene esta poesía,
sino que la potencia hacia dimensiones no particularistas.
El libro tiene, además, la curiosidad coyuntural de estar prologado por Antonio Gracia, con unas
palabras en que arremete contra la situación de la poesía española actual (con
razón) pero que leídas ahora alcanzan resonancias nuevas a raíz de la polémica
sobre el último premio Loewe. Resonancias para bien o para mal... que el lector juzgue.
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