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J. M. Coetzee: Hombre lento

Editorial Mondadori. Barcelona 2005, 259 páginas.

Por Ismael Belda

John Maxwell CoetzeeLa última novela de John Maxwell Coetzee, Hombre lento, es en cierto modo un corolario, una profundización y una antítesis de determinados motivos argumentales que se insinuaban en Desgracia y (sobre todo) Elizabeth Costello, sus últimas obras de ficción si dejamos a un lado su espléndido volumen de memorias Juventud.

En Desgracia, Lucy, la hija del protagonista de la novela, dice expresamente que no quiere ser un personaje secundario en la historia de su padre, que ella quiere ser protagonista de su propia historia, y aunque tal declaración es perfectamente verosímil en un contexto realista, el lector no puede evitar el ligero sobresalto producido por un personaje que, sin previo aviso, le echa una mirada de reojo a través de la página. En el penúltimo capítulo de Elizabeth Costello, se nos sitúa en una pequeña ciudad que parece una especie de parodia de las narraciones de Franz Kafka, o eso piensa la protagonista. Ésta, Elizabeth Costello, una novelista australiana entrada en años (en varios aspectos un trasunto del propio Coetzee), se encuentra de pronto en esa ciudad esperando turno para ser juzgada por un tribunal y obtener el permiso necesario para traspasar una misteriosa puerta. ¿Ha muerto Elizabeth y se encuentra en un lugar de tránsito, lugar que es asimismo una parodia plana y hueca de Kafka? ¿Estamos ante una alegoría? ¿Y una alegoría de qué? En un pasaje se nos insinúa que todos los habitantes de esa grotesca y tenue ciudad no son otra cosa que extras en un decorado, y que la propia Elizabeth Costello podría serlo también. En otro, a Elizabeth se le ocurre que, para pasar el tiempo de la espera en ese lugar, podría comprarse una máquina de escribir y retomar la escritura de novelas.

CoetzeeHombre lento, al principio, parece tener poco que ver con el último capítulo de Elizabeth Costello. Comienza justo cuando Paul Rayment, de sesenta años, fotógrafo retirado que vive confortablemente divorciado en Adelaida, Australia, es atropellado por un coche mientras regresa de la compra en su querida bicicleta. Paul es trasladado a un hospital y, al despertar, descubre que le han amputado la pierna derecha, la cual había quedado destrozada por el impacto. A partir de ahora tendrá que moverse usando un par de muletas y necesitará la asistencia de una enfermera a domicilio para actividades tan elementales como ducharse o cocinar. Tras una fallida serie de empleadas, entra en su vida Marijana Jokic, una enfermera croata que realiza su trabajo de forma excepcional y de la cual Paul se enamora perdidamente. Hasta ahí la trama “convencional” del relato, que está desarrollada con el acostumbrado estilo de Coetzee, frío, conciso, preciso, inmensamente poético.

¿Qué se nos está contando aquí? Parece una historia sobre el sufrimiento, sobre lo que el sufrimiento puede enseñarnos, y también una historia sobre el Eros, sobre el deseo y lo inevitable del deseo y sobre la verdad fundamental del deseo humano, y también una historia sobre el cuidado hacia otras personas (care en inglés), sobre la naturaleza del amor, y también sobre la soledad humana. Y desde luego Hombre lento es una historia que conjuga todos esos motivos, motivos que ya aparecían de forma distinta en una de sus novelas más celebradas, Desgracia. Pero no sólo es eso, ya que algo inesperado ocurre en el capítulo 13. Pocos días después de que Paul haya declarado por fin su amor a Marijana, alguien llama al timbre del interfono y dice ser, nada más y nada menos, que Elizabeth Costello, para, momentos después, recitar ante el perplejo Paul las primeras frases de la novela que estamos leyendo y que, por supuesto, Paul no conoce en absoluto.

Mientras que en casi todas las anteriores novelas de Coetzee el lector podía intuir la coexistencia de planos distintos de significado que se movían en  niveles separados los cuales, de hecho, nunca llegaban a tocarse, en Hombre lento asistimos directamente a la colisión de dos de esos niveles. De pronto leemos retrospectivamente las pistas que se nos han dejado en los primeros capítulos y contemplamos la posibilidad de que Paul Rayment sea, dentro de la novela, un personaje de ficción creado por la novelista Elizabeth Costello. Esto es obviamente un recurso ya clásico dentro de la literatura posmoderna, pero parece que aquí no estamos ante una mera voltereta metaliteraria. Más bien uno sospecha que lo meta literario es en sí mismo un comentario existencial. ¿Pero un comentario acerca de qué? ¿Del destino del protagonista? ¿Del destino del escritor? ¿De la relación entre autor y personaje, equivalente a la de Dios y Hombre, o más bien demiurgo gnóstico y hombre? Hay numerosas comparaciones entre Elizabeth Costello y Dios. En un pasaje dice que su modelo no es precisamente Dios, sino el abad de Citeaux, el cual arengó a los soldados diciendo: “Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos”. ¿Es Elizabeth un dios sin piedad, o un dios imperfecto que no tiene poder suficiente para regir su propio mundo?

CoetzeeContinuamente, a lo largo de toda la novela, se nos sugiere que Paul no es más que una marioneta, un ser mecánico, una máquina que alguien está usando para un experimento (ver páginas 15, 58, 63, 107, 114 y 116, por no hablar del pato mecánico que restaura el marido de Marijana en su país de origen). Mientras lo transportan en ambulancia, Paul oye el sonido de una máquina de escribir dentro de su cabeza, y en la pantalla rosada de sus párpados aparecen las letras Q-W-E-R-T-Y. ¿Está escribiendo Elizabeth Costello Hombre lento en el lugar de tránsito que aparecía al final de la novela que lleva su nombre, aquel kafkiano bar-do del Libro Tibetano de los Muertos?

Al leer las novelas de Coetzee uno tiene a menudo la sensación de que no se aprovechan todas las posibilidades externas que ofrece el relato, uno percibe más bien que la novela se lanza directa e implacable hacia un centro oscuro e incierto donde coexisten, por así decirlo, varios modos de ser de lo literario. Lo ético, lo existencial, lo específicamente literario, lo casi inefable, se unen allí en un sistema de sistemas mediante una simbiosis tan perfecta que resulta difícil separar unos de otros.

A partir del capítulo 13, la Costello se inmiscuye más y más en la historia (para desesperación del pobre Paul) y a través de sus conversaciones empezamos a entrever lo que ocurre en parte; Paul, como personaje principal, se ha estancado, está hundido en la inactividad, y Elizabeth ha tenido que intervenir directamente en la acción de la novela para espolearle a la acción. Resulta curioso que los ejemplos de individuos de acción que le propone sean Don Quijote y Emma Bovary, que son personajes literarios y que nunca hubieran salido de su inactividad de no ser por la enfermedad de la literatura.

CoetzeeDe modo que Paul, sacudido por su amor hacia Marijana, se ve atrapado entre la entrometida escritora y Marijana y su familia, que consta de un marido celoso, dos hijas y un hijo, Drago, sobre el cual Paul vuelca su insatisfecho sentimiento de paternidad, además de sentir la molesta y continua sensación de que está siendo observado por personas invisibles y, en el fondo, indiferentes a su destino (y ésos somos nosotros).

Y poco a poco, a medida que la novela avanza, todo parece estancarse más y más, y Elizabeth parece cada vez más extrañamente enferma, más abatida, hasta que casi parece estar muriéndose ante nuestros ojos, y Paul está cada vez más frustrado, y sospechamos que quizá su problema es que él desea ser tan solo un personaje secundario y es obligado una y otra vez a adoptar el papel de protagonista.

Quizá el modelo del personaje de Paul esté, tanto para J.M. Coetzee como para su alter ego Elizabeth Costello, en el mono parlante Pedro el Rojo, del relato de Kafka “Un informe para una academia”. Un animal tullido al que se ha obligado a representar un papel que no le corresponde y que es expuesto a los ojos de extraños como una curiosidad, como un experimento. El relato de Kafka era usado por Costello como ilustración para su conferencia acerca del realismo literario en el primer capítulo de Elizabeth Costello, novela de la cual emana, en más de un sentido, esta espléndida última fábula de uno de los más fascinantes narradores del nuestros días.

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Nº 8 - Febrero de 2006

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