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DON GIOVANNI

Voces luminosas sobre fondo gris

por Jorge Barraca Mairal

Música de Wolfang Amadeus Mozart.
Libreto de Lorenzo Da Ponte.
Dirección Musical: Víctor Pablo Pérez.
Dirección de escena: Lluis Pasqual.
Escenógrafo: Ezio Frigerio.
Figurinista: Franca Squarciapino.
Iluminador: Wolfgang von Zoubek.
Coreógrafa: Nuria Castejón.
Director del coro: Jordi Casas Bayer.
Intérpretes: Carlos Álvarez (Don Giovanni), Alfred Reiter (El Comendador), María Bayo (Donna Anna), Josep Bros (Don Ottavio), Sonia Ganassi (Donna Elvira), Lorenzo Regazzo (Leporello), José Antonio López (Masetto), María José Moreno (Zerlina).
Coro y Orquesta Titular del Teatro Real.
Fotografía: Antonio del Real
Madrid. Teatro Real. Funciones desde el 30 de septiembre al 15 de octubre de 2005.

Don GiovanniLluis Pasqual abordaba por primera vez la dirección escénica del Don Giovanni . Del trabajo que ha realizado para el Teatro Real sólo merecen rescatarse algunos instantes originales, en particular durante las últimas escenas (invitación de Don Giovanni y aparición postrera del Comendador); sin embargo, en conjunto, la caracterización de los personajes, el fondo histórico sobre el que los sitúa y los detalles escenográficos han aportado poco, considerando la enjundia de la obra, y han demostrado que Paqual, pese a los ropajes, se ha quedado en lo más superficial de la trama. Sólo gracias al excelente juego que han dado voces como las de Carlos Álvarez y María Bayo estas representaciones han acabado por gozar de un cierto éxito.

Y es que el problema no estriba en cambiar de época la ópera (parece mentira decirlo a estas alturas), sino en que esa mudanza la aproxime al espectador de hoy en día y le permita entender mejor los sentimientos y comportamientos de los protagonistas. En este caso, Pasqual traslada la acción a la Sevilla de los años cuarenta; no obstante, vemos un fondo más propio de una ciudad italiana arrasada por la guerra y aparecen, en varias, ocasiones elementos inadecuados dada la localización. También el vestuario es inapropiado: Don Giovanni se atavía como un mafioso italiano (cuchillo siempre en mano) y Leporello como su secuaz; Don Ottavio y sus acompañantes como oficiales fascistas. Y justamente, cuando en el baile de máscaras (cuadro IV, Acto I), por el juego metateatral, vemos a los cantantes con figurines del siglo XVIII parecen encontrar su naturaleza y se produce un encaje mucho más verosímil entre canto y acción.

Durante casi toda la obra la acción se enmarca entre decorados grises y desvencijados; únicamente el mausoleo del Comendador ofrece un aspecto sólido (es una arquitectura fascista), algo paradójico si tenemos en cuenta que la fachada de su palacio (Escena I) aparecía completamente en ruinas. Se alegra el escenario -¡qué menos!- con la parición de los campesinos en la boda de Zerlina (aunque la acción se sitúa ridículamente en una atracción feriante de autos de coche) y en la fiesta en casa de Don Giovanni (que se sirve del mismo marco, aunque sin coches). Son las dos únicas concesiones a la luz en toda la ópera que, recordemos, transcurre enteramente en la nocturnidad, aunque eso no significa que tenga que resultar siempre tristona.

En cambio, como se mencionaba al principio de la crítica, Pasqual reserva los detalles más originales para el cierre de la ópera. Mientras Don Giovanni "espera" a la estatua del Comendador, en un salón y frente a una mesa prácticamente desnudos, se burla fingiendo que su comensal está ya delante y le ofrece la cena. Es una manera de mostrar su total descreimiento, su irreverencia, su indiferencia frente a lo más sagrado. Fuerza a Leporello, siempre asustado, a seguir la burla, y cobran así nuevo sentido las palabras del libreto: "¡Ah, qué plato tan sabroso!" -dice ahora Don Giovanni ya no por la comida en sí, sino por su propio divertimento-; "¡Ah, qué bárbaro apetito!" "¡Qué bocados de gigante!" -exclama Leporello, pero no para referirse a los de su amo, sino a los del invitado fantasma. Sin embargo, tras la aparición y salida de Donna Elvira, se presenta realmente la estatua ecuestre del Comendador entre una bruma blanca y una iluminación tétrica. Gracias a la maquinaria del Real, vuela mágicamente por el escenario y, al final, arrastra a Don Giovanni, que se ha visto obligado a sentarse también en el caballo, hacia un fondo negro-blanco que le succiona como boca del infierno. En síntesis, un conjunto de elementos que estremecen al espectador. Lástima que la ópera no termine allí (el éxito de Pasqual hubiera estado entonces al alcance de la mano) y se incluya el moralista sexteto en el que Mozart, por boca de sus protagonistas, nos invita, con poca credibilidad, a no escurrirnos por la senda del disoluto. El director de escena podría haber dejado más vacío este momento sin sustancia, pero proyecta entonces unas imágenes de procesiones, santos, incensarios y recordatorios franquista en imágenes del NO-DO. Todo completamente gratuito. La explicación del mensaje está de más.

Don GiovanniVíctor Pablo Pérez bajaba también por primera vez al foso del Real para brindar su lectura del clásico mozartiano. No ha sido el suyo el mejor de los debuts. Sin embargo, arrancó con una gran obertura, llena de matices, dinamismo y cambios de ritmo bien logrados. No obstante, en sus manos, la Sinfónica no encontró nunca el estilo. Se tradujo un Mozart a medio camino entre la lectura romántica (más adecuada para el Don Giovanni ) y la más rancia clasicista. El acompañamiento a los cantantes desequilibró en ocasiones su actuación: ¿Por qué esa velocidad exagerada en el Mi tradì quell'alma ingrata de Donna Elvira (Escena X)? ¿Por qué ese desmayo con las partes más vivas de Leporello? No obstante, el problema fundamental estuvo en la falta de nervio y empuje a lo largo de toda la ópera. Si el motor de este dramma giocoso radica en la pasión de los personajes (fundamentalmente, de Don Giovanni y Donna Elvira) es crucial que la batuta desprenda tensión y se inflame.

Hemos dejado para el final lo más granado de las representaciones: el concurso del elenco. Afortunadamente, basta con una buena actuación vocal y unos intérpretes convincentes para que el Don Giovanni se mantenga en pie. Carlos Álvarez se ha erigido como la columna vertebral de esta producción. Su encarnación del burlador es excelente: desenvuelta, hábil, generosa en su entrega (cualidades todas propias del protagonista de la obra, no lo olvidemos); y, sobre todo, adornada por su empaque y una voz de un color, una tesitura y una robustez tan magníficas que le permiten jugar con su personaje de la forma más convincente: se dirige al público para animarle a cantar, salta, se recuesta, baila... y todo ello con la mayor de las naturalidades. Además, el barítono malagueño ha mejorado significativamente el control de sus medios -hasta ahora su caballo de batalla- y se ha convertido en un artista mucho más refinado, capaz de matizar y doblegar esos notables recursos vocales para pintar a sus personajes con acentos mucho más creíbles. Álvarez es sin duda un intérprete en desarrollo y puede ganar aún hondura en las caracterizaciones, pero si mantiene esta progresión le espera un futuro espléndido.

María Bayo es, en cambio, una cantante ya consagrada. Su instrumento ha ganado peso, y, desde lo ligero, va caminando hacia lo lírico. Por eso tiene ahora la corporeidad y el esmalte para interpretar a una Donna Anna fuerte y llena de presencia escénica. Sigue resaltado la belleza de su timbre, aunque haya perdido algo de agilidad y se note la concentración que necesita para trazar con limpieza la coloratura (como en el Or sai chi l'onore ...).

Don GiovanniLa Donna Elvira de Sonia Ganassi, que empezó muy titubeante (desde luego, aún fría en el Ah! chi mi dice mai ) ganó luego soltura y acabó con una mayor convicción (lástima, como hemos comentado, esa premura en el Mi tradì ). Su voz, más bien ligera, debe aún mejorar para dominar las partes de agilidad de un papel, por otro lado, terriblemente comprometido. Muy bien en su caracterización del doliente y atormentado personaje.

También de voz ligera, la Zerlina de María José Moreno funcionó magistralmente durante toda la ópera. La interpretación tuvo sus pinceladas de inocencia y picardía, perfectas para el rol. Fue muy meritorio que cantase (a exigencias de la dirección escénica) casi toda el aria del Acto II pedaleando encima de una bicicleta.

Por la parte masculina, debe rescatarse la calidad del Don Ottavio de Josep Bros cuya voz, probablemente, sea más adecuada para estas partes de tenor ligero Mozartiano (Ottavio, Tamino, Belmonte, Ferrando) que del Verdiano o Donizettiano, repertorio en el que se ha prodigado. Correcto en su caracterización, quizás un punto distante, sacó más partido de las partes de conjunto que de sus dos arias, siempre sobradas, eso sí, de refinada musicalidad.

Bueno el Leporello de Lorenzo Regazzo, aunque más por su divertida caracterización que por sus medios vocales. Igualmente, el Masetto de José Antonio López resultó excelente, tanto en la actuación como en la línea canora, sobre todo en un papel que brinda tan pocas posibilidades de lucimiento. Pobre, en cambio, el Comendador de Alfred Reiter, absolutamente falto de la exigida rotundidad.

Por último, ha de mencionarse la iniciativa del Teatro Real de volver a proyectar en una pantalla gigante, orientada hacia la Plaza de Oriente, las funciones. ¡Que sigan prodigándose!

 

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Nº 4 - Octubre de 2005

 

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