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José Gutiérrez: La tempestad serenaHuerga y Fierro Editores, Madrid, 2006. 80 págs.La poesía de José Gutiérrez o el sueño del espejoPor José Ignacio Fernández Dougnac En el ejemplar del poemario De la renuncia (Madrid, 1989) que el poeta José Gutiérrez donó a la biblioteca de la Facultad de Letras de Granada, reza, escrita a mano, la siguiente dedicatoria: "Al posible lector amable que se acerque a este libro, de su desconocido amigo José Gutiérrez". El hecho sería pura trivialidad anecdótica si no evidenciara una concepción muy determinada de la amistad y la lectura. Para nuestro poeta, contumaz bibliófilo, un libro, y especialmente de poesía, no es un mero objeto de intercambio cultural o mercantil, como tampoco un trampolín para adquirir cierta notoriedad, sino algo mucho más extraordinario: el asidero material y espiritual que nos ayuda en los descaminos del vacío, un cofre de infinitas esencias, un hortus conclusus desde el que establecemos amigables e infatigables diálogos con una voz desconocida y también con nosotros mismos. La relación de empatía que se establece entre el lector y el autor, o viceversa, sobrepasa incluso los límites del tiempo. De esta honda actitud se deduce, de inmediato, el profundo respeto que Gutiérrez posee por el acto de la escritura, que, como él mismo afirma, es bastante más que un "retador pasatiempo", pues escribir es "jugar con fuego". Nada más y nada menos. Y ello ha hecho que, al igual que sucediera con su admirada poeta (y amiga) Elena Martín Vivaldi o con Claudio Rodríguez (por citar otra voz de muy distinto timbre), nuestro autor publique a lo largo de su trayectoria sólo los títulos estrictamente necesarios, imprescindibles y verdaderos. No se trata de acumular cantidad sino de ofrecer calidad, y de mantener, al menos, una permanente consideración hacia el "lector amable", el anónimo amigo, y evidentemente hacia sí mismo. Desde que apareciera su primera poemario Ofrenda en la memoria (Granada, 1976) hasta hoy, José Gutiérrez nos ha ofrecido un total de seis títulos, espaciados por significativos periodos de silencio. Así, después de La armadura de sal (Madrid, 1980), habría que esperar nueve años a que viera la luz una obra de revelador título: De la renuncia (Madrid, 1989); y bastante más tarde, la antología Poemas 1976-1996 (Madrid, 1997). Tal y como fue presentada por el propio autor, se trata de un volumen con "entidad propia" que puede leerse igual que si fuera "independiente de los libros en los que se sustenta"; lo que supuso, además, una interesante relectura de la obra anterior, no sólo por haber sido sometida la colectánea a un "donoso escrutinio" (sobre todo en lo concerniente a los primeros poemas), sino por estar organizada por una serie de apartados autónomos que en su mayoría no coinciden con los títulos de las publicaciones. Al final de la misma, aparecía una breve serie de composiciones inéditas que ya marcaban el nuevo rumbo y que, salvo una (Almas gemelas), quedan incluidas en el texto que ahora comento (y algunas de ellas después de importantes variantes). Y desde esta antología hasta La tempestad serena ha pasado cerca de una década más, o casi veinte años si contamos desde De la renuncia. Todo ello nos evidencia la calma, la falta de precipitación, la autoexigencia y la estricta labor de orfebre con que Gutiérrez va trazando sus versos, así como el afecto que siente por ese "posible lector amable". Pero también hasta qué punto la poesía, en él, se ha convertido en un indispensable modo de existencia, acrisolado desde la reflexión, en una fructífera soledad que muy bien podría hacer suya los versos de Soto de Rojas, citados en el libro que reseño: "Huyendo la ambición, la tiranía, / la cobarde lisonja […] / busco en ti soledad la compañía". Lo primero que destaca de La tempestad serena es la perfecta conjunción entre clasicismo y modernidad. Y no sólo porque nos encontremos ante un magnífico muestrario de métrica tradicional manejada con evidente soltura, sino por otros aspectos dignos de ser destacados. La polisemia que se desprende del oxímoron del título, reforzada por las dos citas de Garcilaso, es ya toda una explícita declaración de principios. Esa "tempestad", de claras resonancias áureas (que es "serena", que "serena" el alma y que también puede ser "serenada"), sería un perfecto trasunto de la poesía misma, perpetua "ofrenda en la memoria" de Gutiérrez, del amor (en su sentido más amplio), del goce estético o de la huella del tiempo. Pero también estas páginas son un preciso tributo a toda una línea estética que ha acompañado y enriquecido amigablemente la vida del poeta y del hombre; línea que queda marcada no tanto por las referencias textuales de los mismos versos (de las que se pueden extraer ecos de Rubén Darío, Luis Rosales, Pessoa o Fernando de Herrera, entre otros) cuanto por la exquisita selección de citas que engloban mayoritariamente voces del Siglo de Oro (Garcilaso, Soto de Rojas, Juan de la Cruz, Aldana, Francisco de la Torre, Quevedo, Villamediana y Góngora), un postromántico (Bécquer) y algunos contemporáneos indispensables (A. Machado, Juan Ramón, Lorca, Cernuda, Aleixandre, Elena Martín Vivaldi y el Borges poeta). Y todo ello queda bien cimentado gracias a un sólido sentido de la arquitectura poética. No ya por el Preludio y el Postludio, que abren y cierran estas páginas llamando la atención el uno sobre el otro (sin eludir el carácter lúdico que implica siempre toda creación), sino por el perfil temático y métrico de los tres apartados, de once composiciones cada uno, que dan cuerpo al poemario. Véase, por ejemplo, el papel aglutinador que desempeñan las tres magníficas sextinas (El cerco a la mirada, Las islas de la llama y Memoria de la lluvia), situadas en el centro de cada sección. Por su especial rareza, estos rígidos poemas de treinta y nueve endecasílabos, de los que Fernando de Herrera (junto con Montemayor, Gil Polo, Cervantes o Lope) nos brindó memorables muestras a las que habría que sumar las de alguno de nuestros contemporáneos (Joan Brossa o Antonio Carvajal), funcionan en el libro de Gutiérrez, por un lado, como auténticos ejes estructurales; y, por otro, como vórtices que atraen, que absorben las líneas temáticas esenciales, o alambiques que esencializan los contenidos de la correspondiente sección. Leídas de forma consecutiva, las tres sextinas conforman el arco toral sobre el que, de alguna manera, se funda el resto de las composiciones. Nada hay imprevisto en La tempestad serena. Ni siquiera ese acento moral (que no moralista) tan arraigado en gran parte de la obra de José Gutiérrez, y que, por inadvertido, quiero destacar aquí debidamente. No sólo se aprecia en el tono elegíaco, que en este volumen que reseño es especialmente denso, sino en ese ideal de belleza que nuestro autor persigue desde Ofrenda en la memoria (sintetizado por él mismo a través de Keats: "la belleza es verdad, y la verdad belleza"), y, sobre todo, en la firme convicción de que toda escritura, o al menos su propia escritura, es realizada en el tiempo, desde el tiempo, en contra del tiempo y frente al tiempo. Ello explica además dos de las grandes constantes de la poesía de Gutiérrez: por un lado, la idea del hombre exiliado del paraíso, ámbito recobrado tan sólo por la "mano de niebla" de la memoria (y entiéndase siempre memoria poética); y, por otro, la vida concebida como permanente renuncia, como inmarcesible derrota desde la que se establecen las reglas del juego. Mediante una gran depuración estilística, en La tempestad serena este trasfondo ético emerge a través de la frase sentenciosa, el trallazo epigramático, el uso deliberado del símil y la metáfora, o la solemne expresión imperativa, apelativa: "La puerta infranqueable del olvido / que alentó la penumbra y la ceniza, / la torpe vanidad que tiraniza, / es fábula del tiempo forajido" (Hombre absuelto); "Cultiva la amistad, de amor recela: / la amistad dura, sólo amor consuela" (Rogativa). El empleo del "tú" cernudiano no sólo aproxima, funde al creador con el lector, sino que, muy en consonancia con el recurrente símbolo del espejo, desdobla la imagen del yo poético en feliz fingimiento (recuérdese el célebre aserto de Pessoa: "el poeta es un fingidor"), cuando no emite sugerencias tan ricas como las que se pueden rastrear en El cerco a la mirada. Para Gutiérrez la poesía nunca ha dejado de ser un juego de ensoñaciones, pero un juego necesario e insustituible; y como juego que es, hay que desvelar, de manera persistente, sus ritos, sus representaciones, sus límites y sus máscaras. En este último paso reside también la sinceridad del compromiso y la autenticidad moral del gesto literario, ante el lector y ante la obra propia. Desde el mismo preludio (El sueño del espejo) queda apuntado (sin entrar en otros interesantes detalles) el valor ambivalente de la creación lírica, que es presencia y ausencia, afirmación y renuncia, desafío y huida, antídoto y ponzoña; al fin y al cabo, "tempestad serena". La indiscutible vertiente metapoética del libro se espiga, de forma muy meditada, a lo largo de Tiempo adversario donde se esconde una reconsideración de la obra anterior, deslumbrada y juvenil ("Armaduras, ofrendas, laberintos, / el cerco de la luz y su penumbra, / nacieron como símbolos distintos / de un ansia de belleza que deslumbra"), o de piezas como Pescador, la de manriqueño título, Puesta la vida al tablero, y La nieve en el espejo con la que se cierra el volumen. A través de las once composiciones del primer apartado realizamos un recorrido por un pasado inmerso en la delicia, rescatado por esa "mano de niebla" que "abre la puerta / del tiempo" para ser fijado, aprehendido, por el poema (Pescador). El ruiseñor, las acequias, la lluvia, los juguetes antiguos, la enfermedad, las lecturas en la cama, los tebeos, el fuego, el invierno, la "oculta melodía de los nidos", junto con alguna aventura juvenil de tintes reivindicativos (con título que evoca a George Sand, Un verano en Mallorca), son los elementos de un edén fenecido (el huerto, el jardín es otro de los símbolos de la poesía de Gutiérrez) cuyos lindes sólo pueden ser mínimamente esbozados por los versos. La segunda parte de La tempestad serena se centra, en cambio, en el concepto del amor, que es, al fin y al cabo, el auténtico leit motiv que recorre de forma muy sutil todas estas páginas. El amor es visto aquí en un sentido amplio, como fuerza, empatía o flujo que vincula al yo poético con los seres y la belleza, bien a través de la imagen de un lienzo (El encantamiento de Merlín), de la fugaz visión de una chica por la calle (La joven ciclista con escarpines rojos), de la contemplación del cuerpo femenino (La obra maestra desconocida), o bien mediante la exaltación de la divina efervescencia de la primavera (Mística de mayo) y de la amistad (La cofradía). Pero también posee obligado espacio ese otro amor que es herida, deseo y plenitud afectiva, con toda su sensualidad (Las islas de la llama o Cuerpo adorado) y con toda su contundencia. Y desde esta vertiente surgen poemas tan redondos como los dos sonetos La celada y Cántico, o como ese soberbio intento de definición conceptual que, en el fondo, no sólo confirma una derrota más sino que se eleva en hermoso tributo a G. A. Bécquer y a A. Machado (Palabras en el tiempo). Sin dejar a un lado la huella del amor, el último tramo del libro queda embargado por la reminiscencia de la muerte y, en consecuencia, en él se asienta el símbolo recurrente de la noche, de una noche afilada que anida dentro de todas las noches: "Dejándote a solas con la noche / unos ojos se han ido. / ¿En esta habitación deshabitada / qué buscas por los libros, / donde el silencio teje su derrota? […]" (Monólogo de la noche ausente). Se establece, pues, un arco que va desde el orto recobrado de la niñez y la juventud del principio hasta el ocaso. La remembranza literaria (Antonio Machado [Collioure, 1939]), el canto al amigo desaparecido (Hacia la bruma) o a la madre (Los recuerdos, las palabras… y Memoria de la lluvia), pretenden impedir el inevitable "tránsito al olvido" pero se entrelazan asimismo, de forma magistral, con la comentada concepción que José Gutiérrez posee del acto de la lectura como otro acto de amor: "la música indeleble que te eleva / a un tiempo suspendido, sin medida, / donde es posible oír el rumor de los muertos". Desde este "espejo de niebla", "reloj sin arena", "clepsidra inocente", "sombra de los mitos más audaces", desde la silenciosa soledad del libro, se potencia el ya aludido juego de relaciones, de espejos reflectantes, entre la imagen del poeta-creador, la del poeta-lector y la del anónimo receptor, que domina toda La tempestad serena, obra firme, sólida y cerrada en sí misma. Una vez leídas y releídas estas páginas es fácil que se tenga la sensación de que, si la literatura no sirve para mucho, al menos nos ayuda a vivir. |
Nº
57 - Mayo de 2010 |
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