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Miguel Ángel Curiel, Un libro difícil

Sociedad de Cultura Valle-Inclán, Ferrol 2005. 100 págs. XXV Premio Esquio de Poesía.

PorÁngel Luis Luján

El lenguaje de los muertos

Miguel Angel CurielVerdad es que cualquier nuevo libro de Miguel Ángel Curiel es sorprendente y constituye un reto para el lector, pero es más verdad del libro con que nos encontramos ahora. Desconcertante, hermético, imaginativo, sugerente como pocos, caprichoso, pero con ese capricho que oculta un orden más real, el de una experiencia más auténtica, como la pintura del Bosco. Si Rimbaud se propuso el sistemático desarreglo de todos los sentidos (físicos), Curiel se aplica a un sistemático desarreglo de los sentidos lingüísticos y una reordenación de la tradición que vehiculan. La cita inaugural de Berk lo deja claro: “el significado no lo es todo”, o, como sentenciaba Archibald Mac Leish: “Un poema no debe significar, sino ser”. Y los poemas de este libro, ante todo, son. La pregunta que se nos lanza en cada línea es la que se ha venido repitiendo desde el nacimiento de la poesía, pero esta vez expuesta sin ningún pudor: “¿significa algo el poema?”, es más: “¿tiene que significar algo?”.

            El poemario se abre como un espacio intransitado y sin cartografiar, con el ofrecimiento, no de múltiples, sino de infinitas lecturas habitando en él, inabarcables trayectos de sentido. Pocas veces el lector de poesía habrá sentido tal sensación de libertad, que es, por otra parte, reflejo de la que siente el poeta en la composición, como demuestra el poema “Sibila” (p. 13), un verdadero canto a la pureza y la posibilidad: “Cada día soy más libre, canto a fondo sin saber qué digo”. No es extraño, pues, que la obra se componga de una serie sin compartimentar de poemas, fenómeno bastante raro en nuestros días, en que dominan los libros de poesía divididos en partes, secciones y aun subsecciones.

Miguel Ángel Curiel se atreve a arrojar al lector, como si se tratara de un material en estado de pureza, su raudal de versos. Y el mismo arrojo espera del lector, que tendrá que implicarse de verdad en el poema, ser en él. Esa es la cualidad de los libros sagrados, los que hunden al lector en su propia textura, los que hacen de la lectura una experiencia, y la sabiduría que de ello se saca es la única razón de que el texto exista. A ello ayuda el estilo sentencioso que siempre ha caracterizado al poeta, y la aproximación a un lenguaje arcano a través de juegos paronomásicos: “Rememorar” (p. 91), o la descomposición de la palabra “trigo” (p. 82).

No obstante, el lector se encontrará con la guía de algunas insistencias temáticas y repetición de motivos. El tema de la muerte recorre el libro, o mejor dicho el libro está poblado de muertos y apariciones fantasmales, lo que lo asemeja a la Antología de Spoon River o al mundo de Pedro Páramo. Y es que, como afirma el autor, “todo lo que se les dice a los muertos / siempre es poesía” (p. 18). La poesía como un lenguaje último, liberado de la comunicación, como experiencia total, según quería Maurice Blanchot. Entre estos muertos ocupan un lugar especial los judíos víctimas del holocausto (p. 21) a los que se dedica una suerte de letanía. De inspiración hebrea es también el ángel que aparece en estos versos, pues no se trata del ser celestial cristiano, ni tampoco exactamente del ángel terrible de Rilke, sino algo mucho más familiar, un ser que transita dos mundos sin causar casi asombro. Se podría decir, incluso, que es la fusión de muchas tradiciones, como demuestra el pasaje en que a Ícaro se le hielan las alas (p. 54), lo que supone, por una parte, una lectura más realista de la tradición, pero por otra parte convierte al personaje en un ángel de hielo.

Precisamente la nieve y el hielo establecen otra línea de motivos en el libro. La nieve aparece una y otra vez, y simboliza la desaparición, la nada, la hoja en blanco: “Los muertos lo pintarían todo de blanco” (p. 93), es el continuo contraste con lo negro: “Que él cubra de betún mi bola de nieve” (p. 82), lo cual tiene su reflejo en la insistencia con que el autor nos habla de piedras negras y blancas, con referencias vallejianas, aparte de otras piedras sin color: “por eso cuelgan junto a nuestro corazón un par de piedras” (97).

Además, la nieve tiene la cualidad de lo que se funde, no es una nieve permanente sino el símbolo de un cambio de estado, como el libro, que está en continua metamorfosis, como muestra la asombrosa transformación del ángel en mosca, donde encontramos de nuevo el paso del negro al blanco: “Las moscas son la última fase de la metamorfosis de los ángeles…” (p. 61).

            También los puentes aparecen con frecuencia, junto al hilo, que remite sin duda al hilo de las Parcas. Son todos sitios y objetos de paso, de transformaciones, de hibridación de tradiciones, de la apertura del libro a la experiencia total. En consecuencia, una lectura metapoética se superpone a cualquier lectura que se haga del libro, como indica el título mismo: “Repetimos siempre la misma palabra / para ocultar la primera. / Las ramas más escondidas son las más visibles. / La última palabra es la más desnuda” (p. 25). El poema como un árbol que crece ocultando sus propios sentidos en busca de una desnudez interior. De esta manera el poema anula al autor y al lector y se convierte en un ente autónomo: “Crece poema / escríbete solo / y haznos desaparecer” (p. 69). Ese lugar para dejar de ser que es el poema nos remite de nuevo a la muerte. Encontramos, incluso, reescritura de poemas anteriores del autor, como en “La alegría” (p. 45), pues la palabra se alimenta, se recrea, no se cierra nunca, y el mismo poema puede ser muchos, carece de identidad fija.

            Con todo, una veta de alegría recorre el libro por su fondo, como indica la celebración constante del vino, en tonos a veces orientalizantes. Y el final no puede ser más esperanzador y luminoso. Ya no hay blanco y negro sino blanco y azul en recíproca iluminación: “El azul obliga al blanco, el blanco al azul, la poesía es luz” (p. 100).

            María Antonia Ricas habla en la solapa de la actitud infantil del poeta, y es verdad que hay una mirada de ingenuidad que anula el significado, que se encuentra con las cosas sin interpretar, en un contacto directo, que lo emparenta de nuevo con Rimbaud, incluso cuando usa el verbo “mear” (p. 39). Pero lejos de toda dependencia, Miguel Ángel Curiel ha sabido fundir muchos elementos para inventarse una tradición propia, una mitología auténtica, un mundo en el que el lector quedará, sin duda, atrapado.

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Nº 8 - Febrero de 2006

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