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Pilar Blanco, Ceniza

Madrid, Hiperión 2005, 105 pp.
Premio Internacional de Poesía "Miguel Hernández Comunidad Valenciana", 2003

por Ángel Luis Luján

SABOR A CENIZA

Pilar Blanco - Ceniza

 

La publicación algo tardía de este libro, que recibió el premio Miguel Hernández en 2003, ha superpuesto el orden editorial al estrictamente cronológico, pues entre la fecha de recepción del premio y la aparición del libro hemos asistido a dos entregas más de la autora: La luz herida , reseñado en estas páginas, y Mar de silencio . Sin embargo, los tres libros nacen en su conjunto de un impulso poético común. Comparten tono, así como el uso de símbolos elementales para transmitir la reflexión sobre el acabamiento y la silenciosa aceptación del destino final de toda vida y toda experiencia: la nada.

Se puede decir que estos tres libros desarrollan una compleja red simbólica que los convierte casi en una unidad. Empecemos por el mar, que aparecía ya en el título de Mar de silencio , una larga glosa a las coplas de Jorge Manrique, y que volvemos a encontrar aquí, pero esta vez en lugar de ser el destino final a donde va a dar el vivir, resulta más bien una inmensidad transitable, el lugar de cruce y el soporte de la travesía. Pilar Blanco hace así personal la vieja metáfora de la vida como navegación. La dedicatoria del libro, una cita del romance del Infante Arnaldos, nos sitúa en un mundo en que navegación y canto se unen y donde el lector se siente invitado a compartir este viaje como quien comparte un secreto. De eso habla la cita de José Hierro, de todos esos compañeros de travesía que han desaparecido, rostros anónimos que se han ido, y que ahora cruzan, espectrales, estos poemas; seres a veces reales: «me cuesta recordar tu beso amigo» (p. 35), a veces proyecciones de las inquietudes de la autora. El poema «Caminos de agua», con el lema de Plutarco, lo expone directamente: la vida como una travesía que no se ha elegido, y que paradójicamente conduce hacia el olvido, y la introducción de Antonio Gamoneda no deja de ser una pieza de celebración de la incertidumbre y de la deriva vital.

Por otro lado, el tema de la luz extinta ( La luz herida del libro anterior) y la ceniza se relacionan con la disolución de la memoria y, por tanto, de la experiencia y de la identidad. «Ceniza en la memoria» se titula la primera parte del libro, y la cita de Antonio Gracia insiste en el olvido y la muerte como espejos el uno del otro. La referencia a Francisco Brines y sus Brasas es obligada aquí, pero Pilar Blanco va un paso más allá, donde el rescoldo es ya acabamiento. Con todo, la ceniza es un símbolo doble: por un lado es el resto, la materia consumida, pero por otra parte es el índice de todo lo que ha ardido, de la enorme combustión que ha dado lugar a esa materia apagada. La ceniza da fe de que la combustión del instante ha sido plena. Quizá no sea ya una ceniza enamorada, pero sí una ceniza que ha ardido y amado hasta destruirse en su propia llama, de ahí el título de la segunda parte, «Llamas en la ceniza», y de ahí que se invoque a Icaro en uno de los poemas (p. 42). «Diálogo de la llama» lo deja claro: «No puedes arder más, que si pudieras. (.) serías nada, ni mota demorada de ceniza» (p. 61). Igualmente el «alma devastada» del epílogo tiene un sentido ambiguo: es la destrucción pero también la presencia de todo lo vivido en su pura destrucción.

El viento se añade ahora como el símbolo de lo que lleva la destrucción un estadio más allá: en su ser de pura ausencia, el viento ha de arrasar la ceniza («Gira e gira», p. 79). La ceniza, que todavía es materia, ha de ser disgregada y arrastrada por el viento en una dispersión que significa la ruptura total de la identidad, la desaparición final y definitiva.

Si permanece algo es el instante de la contemplación que pasa al poema, y el poema se hace memoria en quien lo lee: «¿quién, sin embargo, puede quitarme el mar, / su rostro azul voluble / que abraza la mirada, la atraviesa y respira?» (p. 15). La poesía tiene la función de hacer memoria en ese torbellino hueco del olvido. El poema se hace memorable gracias a todo un juego de paralelismos y anáforas que vemos que la autora usa en este libro con más frecuencia que en el resto de su obra. También notamos que abundan los finales contundentes, con un amplio uso del epifonema, lo que deja en el lector la sensación de asistir a un conocimiento, debidfo al carácter sentencioso que imprime la autora a sus cierres. Hay algo que debe ser recordado, pero que a la vez nos ha llegado a través de una exposición profundamente sensorial, poco intelectualizada, por vía imaginativa: «sólo la muerte aguarda al otro lado» (p. 25).

Todo ello en el tono reposado, casi ensoñado, siempre susurrado, a que nos tiene acostumbrados la autora, con ese suave balanceo entre lo íntimamente personal y lo personalmente compartido, como muestran los poemas en que la autora juega con su apellido: «para quién seré yo pilar-fuente fundidos» (p. 38) o «El miedo blanco» (p. 87), en que queda clara la tendencia al repliegue, la negación a emprender la travesía, la tentación del silencio, esa huida «de la anchura». Son juegos conceptistas que aparecen agazapados entre estos versos de aparente sencillez, como el que encontramos en la página 92: «espinas como labios», que remite al libro de Aleixandre, pero también al poema de Góngora «la dulce boca que a gustar convida». Toda la tradición de la poesía está aquí: lo hermoso que nos daña con su realidad vacía, el sabor a ceniza en la boca que deja este libro profundamente hermoso y verdadero.

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Nº 4 - Octubre de 2005

 

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