Rembrandt-Caravaggio

Museo Van Gogh de Amsterdam. Del 24 de febrero al 18 de junio de 2006

Por Carmen González García-Pando

Un poético encuentro

Los organizadores de la exposición tenían como finalidad mostrar las notorias diferencias pero también ese nexo común, el discurso poético de estos dos maestros  que, si bien jamás llegaron a conocerse, compartieron la sabiduría y dominio del juego de luces y sombras conocido como claroscuro.

El pintor milanés Caravaggio disfrutó de una gloria muy temprana pero vivió tan solo 39 años. Su personalidad inquieta y violenta, como la de aquella Italia donde regía un estado policial y la iglesia disfrutaba del poder ilimitado que le otorgaba la Inquisición, le ocasionaron diversos altercados con la justicia. Caravaggio se inclinó por lo auténtico y real. De esta manera pintó a mendigos, ladrones y prostitutas y los transformó en vírgenes, ángeles y santos. Escenas demasiado impactantes para una sociedad que, en pleno barroco, mostraba sólo la cara amable de unos personajes que, ataviados con ricas y nobles vestimentas, eran recreados en el lienzo de manera idealizada.

Rembrandt, en cambio, vivió hasta los 63 años; una edad avanzada teniendo en cuenta la tasa de mortalidad de aquellos tiempos. Nació en Leiden, la segunda ciudad holandesa más rica de principios del XVII, en el seno de una familia de clase media que le proporcionó estudios en mitología, latín y religión. Con dieciocho años,  se convirtió ya en un pintor independiente y, seguidamente, en un artista de reconocido prestigio. Nada, en aquellos momentos, parecía presagiar la desgracia familiar y  ruina económica que se avecinó en años sucesivos. Pero lo cierto es que la desgracia se cebó en su entorno familiar: perdió a su querida esposa Saskia y a tres de sus hijos.
Estamos pues, ante dos pintores cuyos orígenes y tradiciones artísticas son muy distintos pero ambos están unidos por una trama de coincidencias que los aúna más allá del tiempo y el espacio.  Como veremos en algunos de sus cuadros, los dos indagan en las pasiones humanas, se adentran en la psicología de los personajes y lo ejecutan magistralmente con un soberbio juego de tonalidades que les convierte en magos de la luz y el color. Es el caso del Sacrificio de Abraham, donde ambos pintores abordan el drama del patriarca bíblico en el instante en que un ángel evita la ejecución de su hijo Isaac. Más dramatismo y tensión en el de Caravaggio, más misterio y ennoblecimiento en el de Rembrandt, pero en ambos se recoge el dolor, el miedo y la sorpresa de unos seres que se debaten entre atender la voluntad divina o el amor filial.
Tal vez uno de los mejores ejemplos de la capacidad creativa de estos dos artistas sean los cuadros que han servido de portada  para el catálogo y en donde se abarca el  tema del desnudo masculino. Se trata del  Amor triunfante (1602) de Caravaggio y El rapto de Ganímedes (1635) de Rembrandt. En el primero el dios amor es representado por un jovencito alado, de rostro burlón cuyo cuerpo desnudo está impregnado de un carnal erotismo. Ganímedes, en cambio, no es otro atractivo adolescente llevado al Olimpo y raptado por un Júpiter convertido en águila. No ha querido Rembrandt “embellecer” el mito sino que, por el contrario, ha preferido representar al troyano como un bebé rechoncho y llorón que asustado, se orina encima. Sin carga sexual alguna, pero sin llegar a la parodia, el pintor holandés compone una impactante composición dramática. Así pues vemos cómo los dos cuadros abordan el poder del mito desde el lado más real y humano, pero son interpretados de manera personal diferente.
El recorrido de la exposición finaliza y sentimos que nos hemos adentrado en un tiempo remoto donde el espíritu de aquellos dos hombres sigue presente en el mejor testimonio que nos legaron: su pintura.

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