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Miguel Delibes: El hereje


Destino, Barcelona 1998, 449 págs.



Por Mercedes Martín de la Nuez


Gonzalo Sobejano dijo una vez en un discurso en homenaje suyo que era una persona medrosa que no salía de Valladolid. El hereje se publicó en 1998 y al año siguiente ganó el Premio Nacional de Narrativa. Ese año de 1999 pasó por quirófano y escribió que él, Miguel Delibes, como él lo conocía, había muerto, que del quirófano salió otro, más seco de inteligencia, más débil si cabe, más viejo. Pero qué gran escritor nos legó antes de aquello, qué novelas más plásticas, más vivas, qué personajes entrañables, que hasta el cine no se resistió a representarlos.

El hereje era en realidad un ser pequeño y frágil, miedoso y creyente. Rogó a Cristo hasta el final para que le valiera y lo guiara y, sorprendentemente, en el mismo final, tuvo fuerzas para seguirle con total inocencia. Las figuras de la muerte que lo rodearon en todo momento eran sus congéneres: los fieros se ensañan en la desgracia ajena. Que en otros tiempos no hubiera libertad de culto ni de conciencia en España y que se quemara a los reos en la plaza pública en día de fiesta, con buñuelos, tiro al blanco, venta de localidades… que todo esto fuera algo real aquí, en Valladolid o en Sevilla, a pesar de lo que cuenta el Evangelio (que el que esté libre de culpa, tire Miguel Delibesla primera piedra)… Pero no nos extraña, todavía se quema al prójimo cada día con palabras incendiarias sin ningún escrúpulo de autoerigirnos en jueces de nuestros semejantes.

La de Cipriano Salcedo fue una historia real de Valladolid, buscada en los archivos por el novelista, para imaginarla y representárnosla ante los ojos. La Santa Inquisición prohibía saber, "la afición a la lectura ha llegado a ser tan sospechosa que el analfabetismo se hace deseable y honroso". Pero, con todo, se reunían para hablar y discutir el luteranismo en secreto, él y una pequeña camarilla. Pensar estaba prohibido, cuestionar las prácticas y los designios de la Santa Madre Iglesia, criticar las costumbres de los curas, era pecado. La doctrina del beneficio de Cristo podía llevarle a la hoguera.

Al discurrir por los pueblos, las mujeres y los mozos les insultaban y, a veces, les tiraban cubos de agua por la ventana (…) Un día, ya en tierras de la Rioja, los campesinos que andaban excavando las viñas interrumpieron la faena para quemar dos muñecos de sarmientos a la orilla del camino, mientras les llamaban herejes y apestados (…) Entonces el vecindario empezó a vocear: ¡quemarlos aquí, quemarlos aquí! (…) los mozos prendieron fuego al pajar donde dormían… y a lo largo del camino se quemaban peleles de paja y, a la luz de las pacas incendiadas, penduleaban los espantajos colgados de las ramas de los olmos… algunos, en plena exaltación patriótica, gritaban ¡viva el rey! (…)Por la tarde llegó un enviado de la Inquisición ordenándoles que no entraran en Valladolid hasta pasada la medianoche. Las turbas andaban alborotadas y temían un linchamiento (…) Al atravesar el Puente Mayor lo único que se oía era el golpear de los cascos de los caballos sobre el empedrado (…)

Quizá los mejores escritores, además de escribir bien, tienen un gran corazón y un buen conocimiento del alma humana. Soy consciente de que esto echaría de la lista a muchos y aún así me parece que no puede ser de otra manera. Sus obras siempre nos dejan el corazón encogido y cuando abandonamos el libro de nuevo en el estante, lo hacemos con cierta reverencia. Esa página, ese párrafo, esa novela, nos marca si nuestro corazón es tan sensible que puede recoger los finos hilos al borde de las páginas.

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Nº 57 - Mayo de 2010

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