Renata Adler: «Lancha rápida»
por Mercedes Martín
Sexto Piso, 2015. 178 págs
Leí Lancha rápida pensando en que allí había muchas historias incubándose, ninguna abortada, sino todo lo contrario. Las historias vivían precisamente porque no continuaban ni tenían ningún principio, surgían de la nada aparentemente. La verdad es que no eran historias en absoluto, es decir que esa no parece que fuera la intención de la autora y quizá ahí radica su vigencia. En realidad lo que ahora creo es que no eran sino notas sacadas de su bloc de periodista, de su ojo clínico de periodista. Porque es clínico el ojo, no romántico ni dramático ni demagógico.
Adler fue una periodista independiente y belicosa que alcanzó tanta fama en el país de la fama (Estados Unidos) que se convirtió en una estrella. Aquello fue en los setenta. Un día, de la noche a la mañana, cayó en desgracia y estuvo veinte años sin publicar. Dicen que fue por un par de críticas contra las personas equivocadas, personas con demasiado poder que se ocuparon de apagar su estrella. Pero Adler era incombustible, en 2013 despertó con un artículo que debió de causar sensación hasta el punto de que se granjeó las simpatías de una audiencia joven y descarada que la ha “resucitado”, según las malas lenguas.
Mientras escudriño las “notas periodísticas” de Lancha rápida me imagino a una mujer que sabe poner el dedo en la llaga acerca de cuestiones profundas mientras todo lo demás sucede demasiado rápido como para que nos demos cuenta. Sin embargo, las cosas que pasan rápido ofrecen el contraste perfecto para que el lector advierta la profundidad sobre la que se destacan. Es como si, reduciendo la anécdota a la mínima expresión consiguiera que la “barca”, o “la lancha” en este caso, hiciera aguas. Y la barca es la vida misma. El efecto es demoledor: uno nunca sabe qué piensa Adler, lo que sí puede asegurar es que está perpleja. Su perplejidad y la nuestra actúan como esos líquidos reveladores de la fotografía clásica, hacen que aparezca lo importante. La anécdota corre a toda velocidad y es apenas comprensible entre la fugacidad de su escritura, pero precisamente por eso uno tiene que volver atrás y releer. En ese movimiento de ir atrás comprende el lector que la vida va demasiado rápido como para comprenderla, la vida es incomprensible: un torrente que no se puede contener ni en un párrafo ni en una historia, todas las historias son una parodia de ella, una fábula que no va a ninguna parte, y la perplejidad acompaña el sentido inevitablemente.
«No puedo creerlo”, decía la gente casi con pasión…La gente al encontrarse se mostraba atónita, incrédula. En ocasiones, la réplica era “Por el amor de Dios” como en” “¡Harry, Maude! ¡No puedo creerlo!, ¡Marilyn, vaya, por el amor de Dios!”…
Tres o cuatro frases como estas son una protohistoria, algo que nunca crecerá, pero que se burla con más fuerza si cabe que cualquier historia bien trabada. Esta reducción de las relaciones sociales a un tic, a un saludo teatral, “¡no puedo creerlo!”, tan teatral como real, por cierto. Esta reducción de los sentimientos a una frase hecha, de las relaciones a un protocolo… ¿No es por otra parte una verdad como un castillo? Y por eso mismo, ¿no quedan flotando por encima como pequeñas barcas aquellos casos que no se atienen al tic, que todavía recuerdan algo vivo, algo vivo porque es frágil y está a punto de hundirse?